domingo, 31 de mayo de 2009

Dentro del agua


Mi hermano y yo nos conocimos en la piscina de casa. Yo tenía siete años, él aparentaba unos ocho. “En la piscina” quiere decir “dentro de la piscina”. Me encontraba descubriendo los placeres del buceo. Era mi cumpleaños y me habían regalado unas aletas y unas gafas. Tantas ganas tenía de estrenar mi equipo de submarinista que me zambullí inmediatamente en el agua. Haciendo un largo tras otro, me sentía como el tiburón de mis pesadillas o como el madelman que los Reyes Magos habían dejado en mis zapatos en el último invierno y que me enseñó los secretos del fondo de la mar océana en la bañera de casa. Era sólo un muñeco de plástico, pero iba mucho mejor equipado que yo, con su lancha neumática y su traje de neopreno. Mis padres no habían sido tan espléndidos como los del madelman. Las aletas eran de las baratas y se me salían cada dos por tres. “Son grandes, para que te sirvan un par de años”, dijo mi madre. Las gafas no tenían nada que ver con las que les pedí y siempre se me acababan empañando o llenando de agua.
Llevaba ya un buen rato buceando solo cuando él apareció junto a mí. Casi me ahogo del susto. Tragué mucha agua, pero pude salir a la superficie para respirar. Primero pensé que algún gamberro se había colado en la piscina saltando la verja y nadaba a mi lado para gastarme una broma. Recuperado el resuello, me sumergí de nuevo mirando con miedo hacia la zona donde nos habíamos encontrado. ¡No había nadie! Supuse que había salido de la piscina mientras yo intentaba no ahogarme. Salí y busqué huellas húmedas en los alrededores, pero no había ni una gota de agua que condujese a la salida. La voz de mi madre llamándome para comer me sacó de mis cavilaciones.
Al día siguiente no me atreví a bañarme solo. Había aprendido a nadar con sólo tres años y ya era un experto, por eso mis padres me dejaban a mi aire en nuestra piscina. Vivíamos en un chalecito pretencioso que se compraron a las afueras de la ciudad cuando les tocaron catorce millones de pesetas en la lotería. Era justo el dinero que necesitaban para hacer realidad su sueño pueril de vivir en el campo. Vendieron el piso, pidieron un crédito y me dejaron sin amigos. Allí no había ni Dios. Fuimos los pioneros de una nueva zona residencial. En los alrededores sólo había dos familias asentadas, pero sus hijos rondaban los 15 años. El resto eran casas vacías o nuevas urbanizaciones en obras. “Ya verás qué pronto se llena esto de gente”, decía mi padre siempre que me quejaba de mi soledad. Pese a sus deseos, los vecinos no llegaban y tenía que arreglármelas para divertirme sin compañía. Lo del buceador fantasma complicaba aún más las cosas. Como tenía miedo de volver a encontrármelo, durante varios días sólo me bañaba cuando lo hacían mis padres. En aquellas inmersiones miraba receloso a todas partes, bajo el agua, pero nadie apareció.
Pasado un tiempo, me convencí de que todo había sido un sueño o fruto de mi imaginación. En un par de ocasiones ya me había mostrado incapaz de distinguir si un viejo recuerdo provenía de mi pasado o de mi archivo onírico. Aún hoy ignoro si fue cierto o no que mi prima Lourdes y yo tuvimos una relación sexual cuando ambos contábamos no más de cinco años. Si pasó en realidad, convertirlo en un sueño fue un buen truco de mi conciencia para descargarse del peso de la culpa. Si fue el argumento que acompañó a una de mis poluciones nocturnas, llevarlo al terreno de lo cierto me daba ínfulas de conquistador precoz, como precoces eran también aquellas masturbaciones… Infantiles, secas, limpias, instintivas, sin el sentimiento de culpa que me enseñaría después el Catecismo.
Seguro de que nunca más volvería a ver al desconocido buceador fantasma, volví a bañarme solo un día en que el calor era insoportable. En verano, de vacaciones, con mis padres trabajando, sin amigos a unos cuantos kilómetros a la redonda, aburrido de todos mis juguetes y harto ya de los absurdos planes que me proponía mi cuidadora, la piscina era la mejor alternativa. Después de comprobar que no había nadie ni dentro ni fuera del agua, me zambullí de cabeza con mi precario equipo de buceo. Empecé a disfrutar con mi juego favorito: yo era el héroe del fondo del mar encargado de acabar con el tiburón que sembraba el pánico en las playas del país. El escualo era mi sombra. La perseguía armado con un cuchillo en la boca y un tridente en la mano derecha… armas imaginarias, por supuesto. Estaba a punto de coronar con éxito mi aventura cuando la sombra tomó cuerpo y se transformó en el maldito niño aquel que me amargaba la existencia. En esta nueva aparición, pude fijarme más en él. Era extremadamente delgado, sus costillas y caderas se dibujaban con claridad por debajo de su pálida piel. Estaba completamente desnudo. No paraba de sonreírme con sorna. Me sacaba la lengua de forma burlona y abría la boca dando grandes dentelladas al agua imitando los mordiscos de mi tiburón. Yo también abrí la boca, pero para lanzar un grito que se ahogó en la piscina. Sólo nosotros dos lo oímos, pero con sordina, con ese tono triste que imprime el agua a los quejidos de las ballenas. Estaba aterrorizado, la nueva aparición sobrenatural me hizo tragar media piscina. Mi compañero de baño me socorrió, sentí sus brazos cuando me aupaban a la superficie, pero cuando mi cabeza se asomó al exterior, no vi la suya. Después de toser, escupir, sonarme un par de mocos y recuperar el aliento, miré de nuevo por debajo del agua y el pequeño fantasma volvió a sorprenderme. Sólo era capaz de ver la parte de su cuerpo que estaba sumergida, la lámina superior del agua marcaba la frontera que separaba el único territorio en el que podía existir, al menos a mis ojos. Su cabeza era invisible, pero allí estaba el resto de su cuerpo, danzando rítmicamente para no hundirse.
Uno no se imagina cómo va a reaccionar ante situaciones extremas. Los héroes pueden acobardarse y el menos pensado, a veces, se agiganta. Después de la primera sensación de terror insoportable, me invadió la calma. A ello, tal vez, contribuyó el hecho de que aquel visitante no invitado volvió a sumergirse y me enseñó de nuevo su cuerpo entero. Abandonó los gestos de burla y me transmitió confianza con su semblante más sereno. Sus dos manos empezaron a moverse suavemente pidiéndome que me acercara a él. Olvidado todo temor, me aproximé y le obedecí cuando me indicó por señas que le cogiese de un pie. Pese a que yo era más pesado que él, no tuvo problemas para arrastrarme mientras buceaba. Sus movimientos no tenían nada que ver con los que realizan quienes practican el submarinismo. Avanzaba contorsionando su cuerpo como si fuese una anguila y yo disfrutaba como ese niño al que había visto en la tele surcando las aguas agarrado a la aleta de un delfín.
Fueron muchos minutos de juegos acuáticos. Él no se cansaba, pero yo sí. Me quedé haciendo el muerto para recuperar fuerzas y fue entonces cuando le oí, mientras flotaba junto a mí. Seguía siendo invisible cualquier parte de su cuerpo que sobresaliese del agua. No hablaba como hacemos los demás. Sus palabras se metían en mi cerebro sin haber sido procesadas previamente por mis oídos. ¿Telepatía? Llamémoslo así o como queramos, pero entendía. Me dijo, primero, que se llamaba Manuel. Al principio, le respondí con palabras de las que se oyen. Dije que mi nombre era José. Después se hizo el silencio en mi cabeza. Nadie volvió a decir nada. Se me ocurrió preguntarle mentalmente si me había escuchado. Me dijo que no, que le era imposible oír los sonidos que se produjesen fuera del agua. Sorprendido por mis desconocidas habilidades telepáticas, seguimos comunicándonos.

- ¿Dónde vives? – pregunté.
- En ningún sitio en concreto. No vivo de la misma forma que tú.
- ¿Cómo vives entonces?
- Vivo dentro de las vidas de quienes alguna vez me quisieron.
- No entiendo –dije, estupefacto, mientras un escalofrío recorría mi columna vertebral.
- Soy tu hermano. Tus padres son mis padres. O, mejor dicho, yo pude haber sido tu hermano y tus padres pudieron haber sido mis padres si llego a nacer como Dios manda. Pregúntales qué pasó con su hijo Manuel.

El escalofrío se convirtió en una tiritona, los dientes me castañeteaban. A pesar del calor que hacía fuera de la piscina, tenía un frío insoportable. Salí del agua nadando con fuerza, cogí una toalla y me alejé camino de casa, sin mirar atrás. Después de secarme, vestirme y recuperar el tono y la calma, volví a la piscina. No había nadie. Le llamé con palabras y sin ellas, pero Manuel no me respondió.
Pasaron varias semanas sin tener noticias de él. En casa, mis padres empezaron a preocuparse en serio por mi aislamiento. Había días en que no pronunciaba ni una sola palabra. Mi hermano me tenía obsesionado, pensaba que en cualquier momento volvería a presentarse saliendo por el grifo del fregadero. Me había olvidado de mis sensaciones agradables al jugar con él en la piscina. Tampoco volví a pensar en nuestra conversación telepática. Todo quedó aparcado en el último rincón de mi cerebro. Empecé a notar una aversión hacia el agua. Tenía miedo, pero también tenía miedo de tener miedo cuando Manuel me visitase otra vez. Por ello, huía del cuarto de baño y, por supuesto, de la piscina. En aquellos lugares terroríficos el agua manaba por todas partes. Dejé de lavarme las manos, sólo me bañaba cuando mis padres se ponían pesados y siempre acompañado por uno de ellos. Para que me ayudaran a pasar el mal trago, les decía que tenía miedo de caerme en la bañera.
Mi padre intentó aproximarse a mí y a mis problemas por todos los medios. Decenas de veces me decía que, siendo mi mejor amigo, debía confiarle mis preocupaciones para ayudarme. En cada una de estas ocasiones yo sólo repetía que no me pasaba nada. “Me aburre tu casa adosada alejada del mundo” –le dije un día. Desde entonces, me dejó en paz.
Quedaba poco para que se acabase el mes de agosto cuando recibimos la visita de mis tíos de Valladolid. Habían estado de vacaciones en Peñíscola y pararon en casa para quedarse un par de noches. Me alegré al reencontrarme con mi primo Luis. Tenía un año y medio menos que yo, pero ya era bastante espabilado. Insistió muchísimo en que nos bañásemos juntos y no pude negarme. Supuse que mi hermano Manuel no me daría la tabarra si iba acompañado.
Luis se metió de cabeza en el agua, todo alborotado, dando gritos. Él no tenía piscina y apenas le habían dejado pisar la del hotel de Peñíscola. Decía que estaba harto de tanta arena. Yo me quedé mirándole, sin saber qué hacer. Escudriñaba cada rincón de la pileta buscando un rastro de Manuel, pero no daba señales de vida. Me metí por la escalera, el agua me parecía fría, aunque yo lo estaba más. Luis me mojó la espalda mientras seguía chillando como un poseso. Cuando ya estaba dentro, se lanzó para hacerme una aguadilla. Me defendí como pude, pero acabé tragando algo de agua. Mientras luchábamos sumergidos, volví a ver a Manuel. Su cara reflejaba pánico, avanzó hacia nosotros y le metió a Luis un dedo por el hombro. El índice. Lo hizo como el espadachín que da la estocada mortal a su enemigo. La sangre empezó a brotar tiñendo la piscina de color rojo. Luis se puso a gritar, pero esta vez en serio.

- ¿Qué hostias has hecho? –le pregunté telepáticamente a Manuel
- ¿Qué quieres que haga? Estaba a punto de ahogarte -me respondió.
- Eres un imbécil. Sólo era un juego. Menuda la que has armado.

Acompañé a Luis a casa para curarse. A los mayores les expliqué que había sido sólo un accidente. Vano intento. Juré y perjuré que fue sin querer, pero el tipo de herida de mi primo era difícil de justificar. Mis tíos se fueron de casa al día siguiente. No fui capaz de convencerles de mi inocencia. Poco después de marcharse, mi padre entró en mi habitación con la cara que ponía cuando quería hablar “de hombre a hombre”.

- ¿Qué demonios pasa contigo? ¿Qué te ocurre? ¡Mamá y yo nos estamos hartando! Lo mismo te da por no abrir la boca durante días que pegarle a Luis como un animal…
- Yo no le hice nada –me defendí-
- ¡Menos mentiras! –gritó papá-. Si no fuiste tú ¿quién fue?
- Lo sabes mejor que yo. Fue mi hermano Manuel.

La cara de mi padre cambió de expresión. Su mirada se empañó, una lágrima estuvo a punto de brotar de uno de sus ojos, pero antes de que lo hiciese, se dio media vuelta, se pasó una mano por la cara y me pidió que fuésemos a dar un paseo.

- ¿Qué sabes tú de Manuel? –me preguntó.
- Lo que él me ha contado, que no vive en ningún sitio sino dentro de nosotros y que no está en esta casa porque no nació como Dios manda.

Mi padre no respondió, no podía. Me contestó su mano, estrechando con fuerza la mía.

- Papá, y si no vive, ¿por qué le veo dentro de la piscina? ¿Qué quiere decir que no nació como Dios manda?
- No sé lo que ves dentro de la piscina, pero es cierto que antes de que nacieses tú, mamá y yo quisimos tener otro hijo. ¿Te acuerdas de la madre de tu amigo Óscar, que estando embarazada perdió al niño? Lo mismo le pasó a mamá. Poco después, decidimos tener otro hijo y naciste tú.
- Vale, pero ¿por qué veo a mi hermano dentro de la piscina?
- No lo sé.
- ¿Y cómo puede decirme que se llama Manuel si ni siquiera nació?
- Mamá y yo habíamos pensado en ese nombre para él.

Seguimos hablando hasta que se hizo tarde. Respondió a casi todas mis preguntas, pero sus contestaciones no me tranquilizaron demasiado. No me pudo aclarar por qué se aparecía Manuel dentro de la piscina. Aquel día descubrí que los padres no lo saben todo. Por mi cuenta, cuando fui más mayor, traté de averiguar qué le pasaba a mi hermano y por qué se refugiaba en la piscina. Todo el mundo me explicaba que era imposible, que podía acabar volviéndome loco si seguía pensando en tonterías. Decidí callarme y no volver a hablar de ello. Desde entonces, cada verano, Manuel y yo nos reunimos en la piscina del chalet. Sólo le puedo ver allí. Ninguna otra piscina sirve para nuestros encuentros y mira que lo he intentado en unas cuantas… Ayer cumplí 23 años y no hay nada que me divierta tanto como bañarme con él, a pesar de que nuestros juegos siguen siendo los mismos de siempre, los propios de un chaval de ocho años. Él no ha crecido nada.
Mañana vaciaremos la piscina y el desaparecerá hasta el verano que viene. Dice que no le importa, que ya disfruta viviendo dentro de mí, pero yo veo la tristeza en sus ojos. Sé que llora, cada vez que llega este momento, pero sus lágrimas no se ven, dentro del agua.

sábado, 9 de mayo de 2009

¿Milagro o Síndrome?

Ví a Dios en El Vaticano. Nada anormal. Lo hace todo el mundo. No vas a pagar un pasaje tan caro a un país tan ruidoso para luego quedarte si una aparición, una iluminación o al menos una revelación. Yo hice bingo. Tres en uno. Me desvanecí dentro de la Capilla Sixtina justo cuando levanté la cabeza para fijarme en el dedo de Dios tocando la mano de Adán. Se me aparecieron unos extraños haces de luz a los lados y tuve una clara revelación: “me voy a desnucar al caerme al suelo de espaldas”. Gracias a Dios, nada grave. Él puso su red milagrosa detrás de mí para evitar una muerte anticipada. Soy muy joven aún. Tengo 77 años. Entre la guía de nuestra excursión y tres hombretones me sacaron de San Pedro para que respirase aire fresco.
Si eso no es un milagro, que venga Dios y lo vea. Así, de paso, cuando me visite El Salvador podré confirmar que el Altísimo existe y se preocupa por mis cosas. Sé que puedo vivir hasta los 100 años, pero igual no…
Las hordas de ateos convencidos entre los que se encuentran mi médico de cabecera y mi sicoanalista se empeñan en llamar Síndrome de Stendhal a mi milagro romano. Dice Wikipedia, la Biblia del Siglo XXI:
“Síndrome de Stendhal: enfermedad sicosomática que causa un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión e incluso alucinaciones cuando el individuo es expuesto a una sobredosis de belleza artística, pinturas y obras maestras del arte. Tiene esta denominación por el famoso autor francés del siglo XIX Stendhal, quien dio una primera descripción detallada del fenómeno que experimentó en su visita en 1817 a la Basílica de Santa Cruz en Florencia.”
Fin de la cita. Pueden empezar a troncharse de la risa. Ahora resulta que una sobredosis de belleza te puede enfermar y hasta matar. Pero lo más divertido es que hay quien sostiene que el Síndrome de Stendhal apenas afecta a los italianos, norteamericanos o asiáticos. Lean, lean… Seguimos con la cita de Wikipedia:
. “Los turistas procedentes de América del Norte y de Asia no se ven afectados por el Síndrome de Stendhal: no se trata de su cultura. Los turistas nacionales tampoco se ven afectados: se bañan en esa atmósfera desde su infancia. Entre los demás, son más afectadas las personas que viven solas y que han tenido una formación clásica o religiosa. Son más afectadas las mujeres que los hombres.”
No te fastidia… Toda esta teoría la inventó, solita, una tal Graziella Mengherini. Esta siquiatra se debió dedicar hace 30 años a desatender a sus loquitos de todos los días para investigar sobre cualquier mamarrachada que le permitiese pasar a los Anales de la Psiquiatría Moderna. En 1979 describió el Síndrome de Stenhal después de atender en el Hospital de Florencia a un centenar de turistas que presentaban el mismo cuadro de síntomas después de visitar la Cuna del Renacimiento. Supongo que prefirió no considerar factores como el cansancio-post-tour-operator, el calor reinante en Florencia en verano, la elevada edad de la media de los visitantes, etc… Jamás utilices los datos de la realidad si estos van a ir en contra de tu tesis, debió pensar Graziella cuando elaboró su Gran Teoría.
Pero yo sigo con lo mío. Déjenme explicarles mi versión. El aire de la Basílica estaba contaminado por los flujos, olores y energía vital que desprendemos los seres humanos cuando entramos en éxtasis. Dentro de la Capilla Sixtina, respiré el mismo aire que exhaló Miguel Ángel. No es ninguna tontería. Aquella molécula de oxígeno que me hizo ver a Dios, mezclada con todo tipo de partículas, tóxicas y sanas, mutantes y tradicionales, malolientes y perfumadas pudo perfectamente ser la misma que transitó por todo el aparato respiratorio del colosal artista. ¿Cuántas moléculas de oxígeno contaminado hay en la atmósfera que respiramos? Seguro que si buscamos en Google, encontraremos algún científico loco que ha dedicado media vida a dar respuesta a este enigma. A mí el resultado me da igual. Lo único que sé es que al salir de la Capilla Sixtina respiré el mismo aire que Miguel Ángel. ¿Por qué? Vengan a mi casa. En el techo del salón acabo de terminar mi obra maestra. Yo jamás he dibujado ni la cara de mi retrato con un 6 y un 4. Sin embargo, me ha salido una copia exacta del gesto de Dios insuflando vida al cuerpo de Adán.